Tegucigalpa, sin esperanza

La vida en la capital de Honduras tras el golpe está hecha de más pobreza, más represión policial y más violencia

P. ORDAZ - Tegucigalpa - 6/11/09

Antes del golpe, Ángel David ya vivía aquí, en esta colonia de Tegucigalpa donde el único espacio verde y horizontal es el cementerio, así que los críos aprovechan un agujero de la tapia para jugar al fútbol o al escondite entre las tumbas de sus abuelos. El panorama de Ángel David no era muy halagador. Compartía ocho metros cuadrados de una chabola de madera con su padre, jardinero en paro, su madre, recién embarazada de su quinto hijo, y sus hermanos, el mayor de 16 años y el más pequeño de dos. No tenían cuarto de baño, porque se lo llevó cuesta abajo el último temporal, pero sí electricidad y teléfono, buena educación y ropa milagrosamente limpia.

Pero llegó el golpe y la vida de Ángel David, que ya no era buena, empezó a ser peor. Su país, el segundo más pobre de América Latina, empezó a recibir las sanciones de la comunidad internacional y su 70% de pobres (el 40% malvive con menos de un dólar al día) se fue quedando aún más desamparado. El padre de Ángel David tenía cada vez menos trabajo. Su madre, menos dinero para hacer juegos malabares. Él, menos horas de clase. Por si fuera poco, los días que el Gobierno de Roberto Micheletti decretaba el toque de queda, todos tenían que salir corriendo por temor a la policía. Todos los días llegaron a tiempo a su casa, menos el 21 de septiembre.

Aquel día se había extendido por Honduras el rumor de que el presidente Manuel Zelaya había conseguido regresar al país en secreto. Para celebrarlo, sus partidarios convocaron concentraciones en distintas zonas de Tegucigalpa y el padre de Ángel David decidió acudir a la de la colonia 21 de febrero, contigua a la suya. De regreso a casa, rayando el toque de queda, acortaron por un callejón. Se sobresaltaron con el ruido de una moto que se acercaba. Miraron hacia atrás. Dos policías iban a bordo. El de atrás los apuntó. Se escucharon cinco disparos. Ángel David, de 13 años, cayó redondo al suelo. Con un tiro en la espalda.

Ha pasado un mes y medio. El taxista se adentra por la colonia 23 de junio. El vehículo apenas puede avanzar entre las piedras -la única calle asfaltada hace tiempo que quedó atrás- y el miedo que le infunden los grupos de muchachos apostados en las esquinas. Hay un momento en que ya no se puede seguir en coche. La madre, Nelly Rodríguez, invita a pasar a su única habitación, ordenada y limpia, y presenta orgullosa a sus hijos, educados y bien vestidos. Su relato de lo que pasó es exacto y conciso y en él aparece sin maquillaje la realidad de Honduras tras el golpe: "Mi esposo y mis hijos venían andando lentamente, y los policías pudieron ver que había dos niños, pero aun así les dispararon por la espalda. La bala afectó a los intestinos, el colon, el bazo, el hígado y también parte del pulmón. Enséñale la cicatriz al señor...".

Ángel David se levanta obediente. Tiene la huella del disparo en la espalda y la gran cicatriz de la operación. ¿Qué sentiste en ese momento? "Angustia, señor". ¿Y dolor? "También". ¿Y perdiste el conocimiento? "Sí". ¿Cómo es la angustia? "Pensar que te vas a morir". ¿Y tuviste miedo? "Sí". ¿Y lloraste? "No".

Nelly Rodríguez continúa contando: "Lo operaron de emergencia. Estuvo a punto de morir. Tres horas duró la operación y estuvo como cinco días en coma. Hasta que empezó a abrir los ojos y a platicarme a mí. Estuvo con oxígeno y con bastantes medicamentos que le pusieron en el Hospital Escuela. Pero como no tenían todos los medicamentos que él necesitaba, tuvimos que comprarlos nosotros. No había ni agujas ni esparadrapo ni algodón. Ni suero".

Lo que viene demuestra hasta qué punto los protagonistas del golpe han perseguido a los resistentes: "Un día llegó una fiscal y me dijo: mire, yo soy representante del derecho al menor y usted tiene riesgo de perder a sus niños, porque el culpable de lo que le pasó a su hijo no es el policía que le disparó, sino que es usted. Me dijo que la culpable era yo". Nelly se pone a llorar, un llanto lento y silencioso que conmueve. Los críos, a su alrededor, prestan atención. "Y me lo dijo cuando mi hijo estaba en coma, allí mismo, delante de su cama. Sí. Me dijo que no era culpable el policía, sino yo...". Nelly fue amenazada con no devolverle a su hijo, hasta que la organización Cofadeh, que se ocupa de los familiares de los detenidos y los desaparecidos en Honduras, acudió a protegerla.

La historia de Ángel David es una más de cientos de casos dramáticos. Según Unicef, "1.600 niños hondureños menores de cinco años han muerto desde el 28 de junio de 2009, a razón de 13 niños al día". La desnutrición y la pésima atención sanitaria ante epidemias como la del dengue hemorrágico son algunas de las causas. Cada día, unos 60 niños ingresan en el hospital de Tegucigalpa aquejados de esta enfermedad. Pero no hay modo de atenderlos por falta de medios. Todo ello en medio de una ola de violencia que deja 14 muertos diarios y un sinfín de detenciones ilegales.

Es verdad que la vida en Honduras no era buena antes del golpe, pero ahora es peor. ¿Verdad, Ángel David?

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